“En el Paraíso hay amigos, música,
algunos libros”
Augusto Monterroso
–“La vida es mortal: uno vive porque va a morir. Su proceso consiste en su finitud y su gracia radica en la incertidumbre”… ¿Gabo? ¡Gabriel!
Obvio, Gabriel ni caso me hacía. Estaba embobado viendo el cielo.
“Seguro hace más de media hora que ni sabe de lo que hablo”, me dije suspirando y cerré mi cuaderno.
–¡Ay, Gabriel, tú y tu bendito cielo! –exclamé, tratando de regañarlo, pero sin conseguirlo. En su mirada embelesada había tanta pasión que era imposible enojarse con él, como siempre me pasaba. –Hace frío, me voy a meter.
Tomé mi cuaderno y me levanté del pasto para encaminarme a la calidez de mi casa. Gabriel no pareció notarlo. Se quedó afuera en el patio otro rato, sabe Dios cuánto tiempo más.
No supe de él hasta que fue a meterse bajo las cobijas y me abrazó. Suspiré. Me hubiera encantado echarle en cara el que por enésima vez me dejara hablando con la pared y el pasto. Sin embargo, su respiración lenta y profunda me dio a entender que igualmente sería inútil hablarle a las sábanas: Gabriel ya estaba más que dormido, seguro soñando con las estrellas, o en su defecto con las pulgas que pretenden ser escritoras, las ovejas negras y los niños pequeños que creen que si copulan tendrán por hijos, ancianos.
Gabriel era apasionado astrónomo y lector de Augusto Monterroso. Se sabía los mapas lunares y las fábulas del libro La oveja negra y demás fábulas al derecho y al revés. Fuera de esos dos temas, no creo que le importara nada más. Sí, ni siquiera yo.
Él vivía conmigo, a veces, cuando se hartaba de vagabundear en Baja California Sur, donde está el observatorio dela UNAM, o cuandola SAFIR–la Sociedadde Astronomía –no tenía actividades. Entonces iba a mi casa, platicaba conmigo, tomaba una taza de café, veía el cielo por horas y se metía en mi cama como si tal cosa. No me molestaba, o no demasiado. Yo lo quería, a pesar de su trato frío y su mente divagante.
A veces, como esa noche, me daba por intentar meterlo en mi mundo, el de la literatura, la filosofía y la política, pero siempre era vano mi esfuerzo. Quizá si lo intentaba un poco más… ni modo, el sueño me venció y desistí, por esa noche.
A la mañana siguiente, Gabriel ya estaba sentado en el comedor con una taza de café frente a él y su querido Monterroso en la mano.
“Si está leyendo de nuevo La oveja negra, lo golpeo”, me dije.
Me acerqué como si fuera a tomar mi taza para servirme café y vi de reojo que, en efecto, estaba leyendo La oveja negra otra vez. A un lado tenía otro de sus mapas dela Luna, seguramente para cuando terminara de analizar tan extensa lectura…
–Ay, de verdad nunca te voy a entender, Gabo. Siempre con Monterroso yla Luna.¿Por qué no sales? ¿Por qué no haces otras cosas?
–Ah, sí, niña. Buenos días –me dio un beso, un poco más y se lo da a mi taza.
“Bien, ni ahora que no hay estrellas me pela”, y refunfuñando me senté a leer el periódico.
Mi lectura no duró más de tres minutos. Esta vez estaba más harta que de costumbre de esa actitud. Ya me había aguantado bastante. Pensé en tomármelo con calma, pero cuando le pedí el azúcar y me pasó distraídamente una servilleta –es decir, ¡una servilleta!, ni siquiera pudo confundir el azúcar con la sal –de verdad ya no me aguanté.
–Gabriel, ¿puedes dejar tu lectura un momento? –no me iba a esperar a que me hiciera caso, mientras pronuncié esas palabras, tomé el libro, lo cerré, y me senté sobre el mismo para evitar que Gabriel lo recuperara. Sin hacer caso de su mirada seria (no era alguien que reclamara, sino de los que mataban con la mirada) seguí con mis palabras. –Ya me tienes harta. De verdad, debieras buscar algo más que hacer. No creo que esté mal tu pasión por la astronomía, pero deberías conocer más gente, leer más cosas, disfrutar más. Es decir, siempre vienes, sin avisar, y no es que me moleste, pero todos creen que yo soy una fácil o algo así porque duermes conmigo…
–Ni siquiera te he besado –me interrumpió.
–¡Ese es el punto! –cerré la boca. Estaba roja, de eso estaba segura. Intenté mirar a Gabriel a los ojos, pero no pude sostenerle la mirada. “¡Bien hecho, eres muy brillante!”, pensé. –No… bueno, no es eso. Es sólo que tú nunca sales… eres tan frío con todos, ¡hasta conmigo que se supone soy tu amiga!… y yo creo que eres…
–Soy distante, ¿no?
No pude más que asentir con la cabeza. Repentinamente tenía mucho calor. Gabriel me observó larga y fijamente, y una sonrisa, la primera que le vi dibujar en su rostro que no fuera resultado de leer a Monterroso, apareció.
–Y pensé que me conocías bien –dijo, al tiempo que dejaba la taza de café en la mesa y se iba a encerrar al baño, supongo que para bañarse. Yo me salí de la casa.
No vi a Gabriel en todo el día. Cuando llegué en la noche esperaba encontrarlo en el patio, como siempre, mirandola Luna.Ibamaquinando en mi cabeza cómo pedirle perdón, incluso le había comprado un libro acerca de las constelaciones para disculparme. Salí al patio, para decepcionarme.
“Seguro decidió irse a Baja California o surgió algo conla SAFIR”, me dije aventando el libro hacia un sillón y entrando a mi cuarto.
Al prender la luz, encontré sobre mi cama el querido Monterroso de mi amigo, abierto en la página 73: El paraíso imperfecto. Cubriendo gran parte del texto, había un recorte de periódico, algo gastado, que hablaba de un accidente automovilístico en Baja California meses atrás. Las últimas cuatro líneas de la fábula no sólo estaba visibles, sino que subrayadas con marca textos amarillo, y junto a las mismas, una pequeña nota de Gabriel:
Lo único malo
de irse al Cielo
es que allí
el cielo no se ve.
Tienes razón, es hora de que conozca más.
Gabriel
Cuando acabé de leer, lloré en silencio.