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39º C (pensando en @albertotensai)

Publicado 7 diciembre, 2011 por Vanessa Puga

Ahora que el buen gastrónomo confiesa en Twitter que anda con fiebre y a ver si no desvaría, recordé este texto viejo mío, escrito tras uno de mis ataques de fiebre de más de 39ºC:

Estos 39°C me hacen desvariar. La cama flota sobre un mar color acero y yo no soy más grande que una pulga. Mi piel arde con el calor del infierno, aunque más infernal es el frío que siento. No puedo dejar de temblar y todo da vueltas. Siento las articulaciones adoloridas y me empiezo a inquietar. Noto insectos negros que van subiendo por las cobijas. Me quieren alcanzar. Sacudo las piernas y obligo a mi razón a actuar. Son los 39° C. No hay insectos en la cama, aunque los vea. Mi cuerpo entero pesa como plomo y prefiero tener los ojos cerrados. Hay un leve escozor en mi nuca y pienso que es el bicho del almohadón de plumas bebiendo mi sangre. ¡Nerea, reacciona! Estos 39°C no me sientan nada bien. El estado duerme-vela propio de los delirios febriles me está enloqueciendo. No consigo descansar. Hay imágenes frente a mí, deformes, dando vueltas. Bailan y se esconden en los cajones. Me caí al mar de acero. Estoy empapada. Espera. No es agua, es sudor, helado y cristalino. Mi cuerpo se defiende del embate de la fiebre. Quisiera ayudarlo, pero mi mente está acorralada. Abro los ojos de nueva cuenta. Aún veo insectos e imágenes sin forma que saben a enfermedad, delirios alucinantes con olor a paracetamol. Sí, en definitiva, estos 39°C me hacen desvariar.

Miércoles, 11 de febrero, 2009

Tinta roja

Publicado 28 octubre, 2011 por Vanessa Puga

Inspirado en La toilette de

Henri Toulouse-Lautrec

 

Mi madre insiste en mentirme. Dice que soy bonita. Dice que llamo la atención de los hombres. Si eso fuera cierto ¿por qué ningún muchacho se atreve a hablarme, o mirarme siquiera?

Ya tengo diecisiete años. De verdad estoy harta. No es que me moleste el hecho de nunca haber llevado al amor hasta lo más carnal. Pero no haber dado nunca un beso es ridículo.

Por eso hoy tomé la decisión. Me encerré en mi cuarto y me despojé de casi toda mi ropa. No me quité las calcetas. Odio su azul marino, pero más odio la deformidad de mis pies. ¡Son tan estúpidamente grandes! Tampoco solté mi cabello. Su rojo encendido me desagrada, entre menos se vea es mejor.

Me vi ante el espejo, prácticamente desnuda. Con razón nadie se me acerca: parezco muerta de tan blanca. Poco me falta para ser transparente. No. Ni siquiera eso. Si fuera así por lo menos se vería el color de mis venas. Más bien parezco hoja de papel. ¿Quién se va a fijar en un pedazo de papel en blanco?

Tomé una cobija de mi cama. La sábana blanca hasta con color se ve a mi lado. Envolví con ella mi entrepierna. Sentada en silencio frente a mi reflejo comprendí porque le desagrado a los muchachos: ese cabello encendido contra el marfil insulso de la piel era repulsivo. Necesitaba equilibrio entre ambos.

Miré a mi alrededor. Sobre el tocador me observaba impávido el maquillaje. Sin embargo, yo sabía que era inútil. Lo usaba a diario, sin que por ello le diera vida a mi pergamino.

Entonces mi mirada recayó sobre ella, en mi escritorio. Mi magnífica pluma fuente. La idea parecía emanar del tintero: si mi piel parece papel, quizá escribiendo sobre ella me arregle. Por eso escribo esto en mis piernas, en mis muslos, en mi cadera, en mis senos. A ver si escribiendo mi desilusión, mi cuerpo traga la tinta y adquiere color.

Mi mamá empezó a gritar. Después de forcejear un poco, abrió la puerta de mi cuarto. No sé cómo botó el seguro. Tampoco sé por qué se ha puesto tan histérica al verme. Balbuceó algo acerca de conseguir ayuda mientras bajaba las escaleras corriendo.

No necesito ayuda. Ahora ya hay equilibrio entre mi cabello y mi piel. Es cierto, duele ser bonita. La pluma fuente desgarra la piel. Mas es tan bonito el color carmín. Ya no parezco hoja blanca. Ahora los muchachos me van a buscar. Oigo pasos en las escaleras. Finalmente el mundo me busca.

Febrero, 2003

Despertar

Publicado 27 octubre, 2011 por Vanessa Puga

Inspirado en uno de los

cuadros de Salvador Dalí

del Infierno de Dante

Abrió los ojos, pero la oscuridad se los vendaba con fuerza. Quieto, completamente estático. No era miedo lo que sentía. Era algo más. Parecido al estado adrenalínico que precede a una sorpresa.

El día había empezado tranquilo, con flojera. Apagar el despertador, bostezar y tomar tres segundos para que la mente alcance al cuerpo activo. Empezar la rutina. Clásico día entre semana.

Pero no fue un día clásico. La mente no alcanzó al cuerpo. Vagaba, volando entre un par de ojos transparentes. No podía  ver el cuerpo.

Estaba angustiada. Sabía que éste se movía sin ella, cada vez más lejano. Malditos cajones, no la dejaban salir. Encontró el camino que atravesaba la boca sin dientes. Chocó contra las alas y cayó.

Al muchacho le tomó tres segundos más que de costumbre el tomar conciencia. Había soñado otra vez que el demonio desdentado se lo tragaba. Ya se había acostumbrado a la pesadilla, mas no al letargo mental.

Se levantó en busca del espejo del baño. Se lavó la cara y gritó. La sensación adrenalínica era ahora una explosión satisfecha de sí misma: asomado al espejo estaba el demonio, ese ángel deforme con cajones saliendo del pecho y abdomen. Gritaba al unísono con el muchacho.

La mente venía al fin, uniéndose al joven quien, al sentir el golpe de conciencia, se calló y agazapó en una esquina.

Ahora sí sentía miedo. Peleó contra él mismo. Sabía que el demonio lo había engullido… ¿o no? Se decidió. Abrió los ojos, pero la oscuridad se los vendaba con fuerza.

 Mayo, 2004

Del otro lado del Espejo

Publicado 25 octubre, 2011 por Vanessa Puga

–¡Suéltalo ya!

 

            Raquel y Dalia se peleaban por el espejo de mano, jalándolo de un lado a otro. El pobre cristal se mareaba reflejando todo el cuarto y nada concreto a la vez. Se les patinó de las manos. Como si fuera una escena crítica de una película de acción, vieron el espejito volar en cámara lenta: pasó por encima de la cama, sorteó el bote de basura y se estrelló contra la puerta. El sonido del cristal roto cayendo al piso fue estridente. Las dos niñas observaron asombradas cómo todo el cuarto se caía a pedazos, incluyéndolas. Era como verse en una vitrina que se hacía añicos. Ni modo. Estaban del lado equivocado del espejo.

Gabriel

Publicado 24 octubre, 2011 por Vanessa Puga

“En el Paraíso hay amigos, música,

algunos libros”

Augusto Monterroso

 

–“La vida es mortal: uno vive porque va a morir. Su proceso consiste en su finitud y su gracia radica en la incertidumbre”… ¿Gabo? ¡Gabriel!

Obvio, Gabriel ni caso me hacía. Estaba embobado viendo el cielo.

“Seguro hace más de media hora que ni sabe de lo que hablo”, me dije suspirando y cerré mi cuaderno.

–¡Ay, Gabriel, tú y tu bendito cielo! –exclamé, tratando de regañarlo, pero sin conseguirlo. En su mirada embelesada había tanta pasión que era imposible enojarse con él, como siempre me pasaba. –Hace frío, me voy a meter.

Tomé mi cuaderno y me levanté del pasto para encaminarme a la calidez de mi casa. Gabriel no pareció notarlo. Se quedó afuera en el patio otro rato, sabe Dios cuánto tiempo más.

No supe de él hasta que fue a meterse bajo las cobijas y me abrazó. Suspiré. Me hubiera encantado echarle en cara el que por enésima vez me dejara hablando con la pared y el pasto. Sin embargo, su respiración lenta y profunda me dio a entender que igualmente sería inútil hablarle a las sábanas: Gabriel ya estaba más que dormido, seguro soñando con las estrellas, o en su defecto con las pulgas que pretenden ser escritoras, las ovejas negras y los niños pequeños que creen que si copulan tendrán por hijos, ancianos.

Gabriel era apasionado astrónomo y lector de Augusto Monterroso. Se sabía los mapas lunares y las fábulas del libro La oveja negra y demás fábulas al derecho y al revés. Fuera de esos dos temas, no creo que le importara nada más. Sí, ni siquiera yo.

Él vivía conmigo, a veces, cuando se hartaba de vagabundear en Baja California Sur, donde está el observatorio dela UNAM, o cuandola SAFIR–la Sociedadde Astronomía –no tenía actividades. Entonces iba a mi casa, platicaba conmigo, tomaba una taza de café, veía el cielo por horas y se metía en mi cama como si tal cosa. No me molestaba, o no demasiado. Yo lo quería, a pesar de su trato frío y su mente divagante.

A veces, como esa noche, me daba por intentar meterlo en mi mundo, el de la literatura, la filosofía y la política, pero siempre era vano mi esfuerzo. Quizá si lo intentaba un poco más… ni modo, el sueño me venció y desistí, por esa noche.

A la mañana siguiente, Gabriel ya estaba sentado en el comedor con una taza de café frente a él y su querido Monterroso en la mano.

“Si está leyendo de nuevo La oveja negra, lo golpeo”, me dije.

Me acerqué como si fuera a tomar mi taza para servirme café y vi de reojo que, en efecto, estaba leyendo La oveja negra otra vez. A un lado tenía otro de sus mapas dela Luna, seguramente para cuando terminara de analizar tan extensa lectura…

–Ay, de verdad nunca te voy a entender, Gabo. Siempre con Monterroso yla Luna.¿Por qué no sales? ¿Por qué no haces otras cosas?

–Ah, sí, niña. Buenos días –me dio un beso, un poco más y se lo da a mi taza.

“Bien, ni ahora que no hay estrellas me pela”, y refunfuñando me senté a leer el periódico.

Mi lectura no duró más de tres minutos. Esta vez estaba más harta que de costumbre de esa actitud. Ya me había aguantado bastante. Pensé en tomármelo con calma, pero cuando le pedí el azúcar y me pasó distraídamente una servilleta –es decir, ¡una servilleta!, ni siquiera pudo confundir el azúcar con la sal –de verdad ya no me aguanté.

–Gabriel, ¿puedes dejar tu lectura un momento? –no me iba a esperar a que me hiciera caso, mientras pronuncié esas palabras, tomé el libro, lo cerré, y me senté sobre el mismo para evitar que Gabriel lo recuperara. Sin hacer caso de su mirada seria (no era alguien que reclamara, sino de los que mataban con la mirada) seguí con mis palabras. –Ya me tienes harta. De verdad, debieras buscar algo más que hacer. No creo que esté mal tu pasión por la astronomía, pero deberías conocer más gente, leer más cosas, disfrutar más. Es decir, siempre vienes, sin avisar, y no es que me moleste, pero todos creen que yo soy una fácil o algo así porque duermes conmigo…

–Ni siquiera te he besado –me interrumpió.

–¡Ese es el punto! –cerré la boca. Estaba roja, de eso estaba segura. Intenté mirar a Gabriel a los ojos, pero no pude sostenerle la mirada. “¡Bien hecho, eres muy brillante!”, pensé. –No… bueno, no es eso. Es sólo que tú nunca sales… eres tan frío con todos, ¡hasta conmigo que se supone soy tu amiga!… y yo creo que eres…

–Soy distante, ¿no?

No pude más que asentir con la cabeza. Repentinamente tenía mucho calor. Gabriel me observó larga y fijamente, y una sonrisa, la primera que le vi dibujar en su rostro que no fuera resultado de leer a Monterroso, apareció.

–Y pensé que me conocías bien –dijo, al tiempo que dejaba la taza de café en la mesa y se iba a encerrar al baño, supongo que para bañarse. Yo me salí de la casa.

No vi a Gabriel en todo el día. Cuando llegué en la noche esperaba encontrarlo en el patio, como siempre, mirandola Luna.Ibamaquinando en mi cabeza cómo pedirle perdón, incluso le había comprado un libro acerca de las constelaciones para disculparme. Salí al patio, para decepcionarme.

“Seguro decidió irse a Baja California o surgió algo conla SAFIR”, me dije aventando el libro hacia un sillón y entrando a mi cuarto.

Al prender la luz, encontré sobre mi cama el querido Monterroso de mi amigo, abierto en la página 73: El paraíso imperfecto. Cubriendo gran parte del texto, había un recorte de periódico, algo gastado, que hablaba de un accidente automovilístico en Baja California meses atrás. Las últimas cuatro líneas de la fábula no sólo estaba visibles, sino que subrayadas con marca textos amarillo, y junto a las mismas, una pequeña nota de Gabriel:

Lo único malo

de irse al Cielo

es que allí

el cielo no se ve.

 

Tienes razón, es hora de que conozca más.

Gabriel

 

Cuando acabé de leer, lloré en silencio.